Fundación ARSIS
Nuestras raíces
Los ancianos, que hoy muchos prefieren llamar personas mayores, forman parte de un amplio sector social. Las variables demográficas demuestran que su crecimiento está aumentando a ritmo acelerado. En 20 años, la mitad de la población europea puede situarse por encima de los 60 años. Por tanto, nos hallamos ante un grupo de personas con un gran peso en la sociedad. Esto obligará a replantear el rol del anciano en la dinámica de la ecología social. Deberán buscarse formas para canalizar el enorme potencial de esta edad que constituye, en sí misma, un periodo prolongado y profundamente sorprendente. A lo largo de la historia, los ancianos han aportado una gran riqueza con la experiencia del largo transcurso de su vida.
En muchas culturas, los mayores han tenido un papel especial en la constitución de la familia. Su incidencia en la cultura ha favorecido la evolución de muchas sociedades y grupos humanos. Es por este motivo que muchos pueblos los tratan con profunda veneración.
Los ancianos han sabido sacrificarse a lo largo de su vida, más que cualquier otro grupo social. Han luchado, han trabajado, han producido, han amado y nos han engendrado. El bienestar del que hoy muchos disfrutamos es el resultado de su renuncia y su trabajo. Se han dado a sí mismos y han hecho posible nuestro presente. Sin ellos, no existiríamos. Siempre será poco cuanto podamos hacer por ellos, por su bien y por su felicidad, en los años que les quedan de vida, para agradecer lo mucho que nos han dado a las nuevas generaciones.
Un caudal creativo sorprendente
Nuestros ancianos ocupan un lugar importante en la conciencia social de nuestra civilización. Es un deber ético fomentar el impulso dinámico y creativo de los ancianos y orientarlos al servicio de su bien propio y de su comunidad. Y ésta ha de saber recibir gozosa y solidariamente el cúmulo de sus experiencias, pues ellos fueron pioneros. Debe apreciar este vino fresco y jovial, el sorprendente potencial creativo que tiene aquel que, pese a sus arrugas, y aunque su rostro asemeje un árido desierto, puede esconder, en el subsuelo de su inteligencia y de su corazón, caudales de energía fecunda y útil para la sociedad.
Hemos de reconocer las grandes aportaciones que se derivan de su experiencia, aunque no tengan la misma capacidad productiva, económica y social que otros grupos humanos. Hemos de evitar aparcarlos en residencias geriátricas por su incompetencia.
Los jóvenes necesitan aprender de ellos
Los viejos enseñan a los jóvenes a vivir su adultez, su ser contingente y sus límites, pues un joven es un anciano en potencia. Sólo así, en la medida en que sepamos vivir con humildad nuestra limitación, viviremos también con paz y serenidad nuestro potencial, dando con alegría los primeros pasos hacia nuestra madurez y vejez.
En una sociedad que eleva excesivamente el valor de la juventud por su potencia intelectual y creativa, ofreciendo innumerables ocasiones de promoción, como becas al estudio y a la investigación, el joven ha de ser cauteloso para que esta misma sociedad no lo convierta en un competidor entre las masas, en una persona insatisfecha y sin escrúpulos, arrojada al vacío de una existencia sin sentido. El culto exagerado que nuestra cultura rinde a la juventud contrasta con una gran ignorancia acerca de la ancianidad, que es tachada como una época inservible.
Ojalá los jóvenes sepan discernir con buen criterio su futuro, sin caer en la trampa del poder, de la competencia, de los falsos mesianismos y las débiles utopías. Que sepan dialogar con las generaciones que los preceden y ver su porvenir con mayor perspectiva. Que nadie encadene su libertad.
