Claretià
Director del Centre d’Estudis i Espiritualitat Claret
Vic
A las puertas de la invasión francesa de la península Ibérica, en diciembre de 1807, nacía en Sallent (España), Antoni Claret y Clarà. Es el quinto de una familia de once hermanos. No son tiempos fáciles; sus primeros recuerdos están marcados por el ruido de la guerra. Tampoco ve la luz en una familia acomodada. Sus padres no son pobres, pero no disponen de otras rentas que su capacidad emprendedora y su trabajo constante en el taller textil que ocupa la planta baja de la casa familiar. En el hogar aprende a orar y a trabajar: crece en la fe en un ambiente naturalmente cristiano y, como buen hijo del siglo XIX, es tan deudor de la revolución social como de la industrial. Justamente, en su Sallent natal se establecerán las primeras industrias textiles que, andando el tiempo, harán de Cataluña la zona más industrializada de España. Muy pronto experimenta en carne propia las leyes del trabajo y del dolor; muy pronto, también, se da cuenta de que sólo Dios puede dar sentido a la vida.
Su educación y formación se ven afectadas por los vaivenes de una época de convulsiones sociopolíticas. A las primeras letras, recibidas en la escuela de su villa natal, seguirá en Barcelona una formación específica, encaminada a mejorar el negocio familiar. Claret aprende, trabaja y estudia, se enfrenta a la vida, saborea el éxito, experimenta la decepción y acaricia proyectos ambiciosos; pero, movido por la Sagrada Escritura, descubre un horizonte nuevo y a punto de cumplir 22 años ingresa en el seminario de Vic con el deseo de ser sacerdote. A partir de entonces vivirá para Dios y, en un largo e intenso proceso de discernimiento, irá descubriendo la voluntad divina. Curiosamente, nunca olvidará los estudios de técnica textil, dejará sí los telares pero pronto empezará a “tejer Evangelio”.
Ordenado sacerdote en 1835, es destinado a su pueblo natal. Ese mismo año fue especialmente duro para la Iglesia y la sociedad en España: la guerra, esta vez civil, vuelve a hacer estragos; la Iglesia, por su parte, sufre en propia carne las medidas desamortizadoras de los gobiernos liberales. A la par que muchas estructuras sociales, las estructuras de evangelización también se resienten. Claret vive estas transformaciones al lado de su gente, tan atento a las necesidades de sus hermanos como a las inspiraciones del Espíritu; y muy pronto percibe que los límites de una parroquia se le quedan pequeños: Dios le llama a una evangelización sin fronteras.
En 1839, con el permiso del prelado, marcha a Roma: quiere ofrecerse a la Congregación de Propaganda Fide para ser Misionero Apostólico: evangelizar como los apóstoles, edificar la Iglesia allá donde más se necesite. La Compañía de Jesús le abre sus puertas e ingresa en el Noviciado, pero después de seis meses debe abandonarlo a causa de una enfermedad y regresar a su diócesis de origen. En todo caso, ya nada será igual. Por un lado, la voluntad de ser Misionero Apostólico pronto se verá refrendada con el nombramiento oficial de la Santa Sede; por otro, los seis meses con los jesuitas le abrirán los ojos y la mente a la universalidad de la Iglesia; él mismo confiesa que allí aprendió cosas que siempre le sirvieron para su labor pastoral. Ahora sabe bien lo que Dios quiere de él: será misionero, evangelizará como Jesús; con el profeta Isaías repite: el Espíritu del Señor me ha ungido y me envía (Is 61,1). A partir de ahora, no tendrá otra tarea.
Concluido este largo proceso de discernimiento, Claret predicará incansablemente durante ocho años, recorriendo las aldeas y ciudades de su tierra natal. También su sueño de ser misionero en otras tierras se cumplirá en 1848, cuando sea enviado a las Islas Canarias a anunciar el Evangelio. Es imposible describir en pocas líneas la labor de estos años, ya que su actividad no se circunscribe a la predicación sino que se enriquece con el apostolado escrito ─funda una editorial, la Librería Religiosa─, la creación de asociaciones, la difusión de propaganda religiosa, las largas horas de confesionario y dirección espiritual, los ejercicios espirituales, etc. Claret llega a dos conclusiones muy significativas: el pueblo está hambriento de la Palabra de Dios y, la mies es mucha, el campo inmenso y los obreros pocos; por eso, busca colaboradores: convoca personas que hayan sido tocadas por el mismo espíritu y que tengan una inquietud semejante. Funda así, en julio de 1849, la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos).
Todos sus proyectos parecen frustrarse cuando, poco después de fundar la Congregación, es nombrado arzobispo de Santiago de Cuba. Aun así, acepta el nombramiento por obediencia y con la clara determinación de ser un arzobispo misionero. Convierte los seis años que pasa en la archidiócesis en una gran campaña evangelizadora. Todo lo que hasta ahora ha aprendido lo aplica a su tarea misionera; se preocupa tanto por la formación moral, catequética y cristiana como por la educación ─colaborará con Antonia París en la fundación de las Religiosas de María Inmaculada (Misioneras Claretianas)─, la promoción social, y la dignificación humana de los fieles de una diócesis muy compleja. Como toda gran personalidad, tiene colaboradores eminentes y también cosecha enemistades. En 1856, en Holguín, sufre un atentado que está a punto de acabar con su vida. Llamado por la reina Isabel II para ser su confesor, en 1857 abandona Cuba y regresa a España.
Los once años más duros y desafiantes de su vida los pasará en Madrid, como confesor de la joven reina y, al mismo tiempo, evangelizador de la corte, de la ciudad y de toda España, pues tenía el deber de acompañar a la soberana en sus viajes oficiales. En el palacio real se siente como en una jaula de oro, pero con gran sentido práctico y sabiduría pastoral aprovecha cualquier oportunidad para anunciar el Evangelio y, en colaboración con el Nuncio, convierte su cargo oficial en un servicio para la reforma de toda la Iglesia, implicándose especialmente en la delicada cuestión del nombramiento de los obispos. Si en Cuba sufre persecuciones, en Madrid arrecia la tormenta: no todos entienden su labor pastoral y algunos le consideran un personaje incómodo y atentan repetidas veces contra su fama, su honor y su vida. El padece y calla. Trabaja y ora. Si le imponen silencio, escribe; si no puede predicar en las iglesias, predica en los conventos y pasa horas confesando; si él no puede hacer, hace que otros hagan: organiza asociaciones y promueve iniciativas donde los laicos sean cada vez más activos y responsables; siempre callada y discretamente, apoya todo lo posible a sus Misioneros para que vayan ampliando su tarea evangelizadora. Vive pobre, es todo menos un cortesano.
En 1868 abandona España, exiliado con la reina; en París, a pesar de sus achaques, ayuda en la pastoral de la amplia colonia latinoamericana de la, entonces, capital del mundo. Muy debilitado de salud, participa en el Concilio Vaticano I. Muere el 24 de octubre de 1870 en la Abadía cisterciense de Fontfroide, en el sur de Francia.
¿De dónde sacaba fuerza Claret para esta ingente actividad? Esta misma pregunta se la dirigieron unos jóvenes de Barcelona y él les respondió así: “Enamoraos de Jesucristo y del prójimo y podréis hacer las cosas más grandes”. La vida y obra de Claret no se entiende sin su pasión por Cristo, hecha Evangelio, amor y entrega a la humanidad. ¿Cómo llega él a vivir ese amor a Jesucristo que propone a los jóvenes? ¿Cómo y por qué lo convierte en energía evangelizadora?
A los 21 años, el encuentro con la Palabra divina es un detonante para comenzar una aventura de sentido que le lleva a una transformación total. El texto de Mateo ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si al final malogra su vida? (Mt 16,26) toca su corazón y le sitúa en una perspectiva diferente: él, que se formaba para ser un gran empresario, relativiza toda riqueza y toda iniciativa meramente humana; él, que vivía más pendiente de las máquinas y de los telares que de Dios, descubre que sólo Dios puede colmar su corazón inquieto. Se sitúa así en una dinámica de discernimiento y profundización que deja abiertas todas las puertas a la acción sutil del Espíritu. Poco a poco, forja una personalidad recia, de manera que él, que vivía para sí mismo, comprende que sólo viviendo por y para Dios tiene sentido la existencia.
¿En qué consiste vivir para Dios según Antonio María Claret? Es muy interesante constatar que de nuevo encuentra la respuesta en el Evangelio. Siente que, como Jesús, “tiene que ocuparse de las cosas del Padre” (Lc 2,49). Claret no refiere primeramente este texto a la actividad apostólica sino a la profundización, al fundamento necesario que antecede a toda tarea evangelizadora. Mira a Jesús, ocupado de las cosas de su Padre y en diálogo fecundo con los doctores, figura de la sabiduría de Israel; mira a María, que contempla al Hijo y guarda todas las cosas en su corazón. Este Jesús que toma conciencia de su misión y deja claro a todos que su único afán son las cosas del Padre motiva tanto a Claret que no dudará en decir “Dios es para mí suficientísimo”, y por eso quiero que todos lo conozcan y vuelvan a Él. Y en María verá a la Madre que en su corazón conserva y refleja el amor del Hijo.
Como todo prelado, en la orla de su escudo episcopal Claret pone el lema que motivará su acción pastoral: Charitas Christi urget nos (2 Cor 5,14). El amor de Cristo es su divisa; la caridad apostólica será para él la mejor traducción de este amor. Quiere que todos los hombres conozcan, sirvan, amen, alaben a Dios, lo quiere por todos los medios, lo quiere realizar como Cristo lo llevó a cabo. Este amor le empuja a predicar pero buscando, como Jesús, las mejores palabras y parábolas; le anima a luchar e inspira su actividad, sin detenerse en el propio egoísmo; le consuela en la tribulación, ayudándole a relativizar las persecuciones y calumnias; le hace vivir una intensa piedad eucarística, sintiendo místicamente que la presencia real de Cristo nunca le abandona y le impulsa a dar testimonio. No se trata de un barniz; Claret sabe que el discípulo no puede ser más que el Maestro y que el seguimiento compromete del todo. Por eso, en su última alocución pública, en el aula Conciliar, en mayo de 1870, no duda en afirmar con el apóstol: “llevo en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo” (Gal 5,17).
Desde el primer momento Claret experimenta que “el Espíritu del Señor está sobre él” (Lc 4,18). Él mismo afirma que, cuando quiere interpretar su vocación evangelizadora, comprende claramente estas palabras del evangelista. Es el Espíritu quien le asiste y acompaña en su largo camino de discernimiento vocacional; quien le mueve a anunciar la Palabra con creatividad, por todos los medios posibles; quien le hace consciente de la universalidad de la Misión; quien le empuja a hablar a tiempo y a destiempo; quien le hace sentirse un miembro activo de la Iglesia e implicarse sin miedo en su transformación; quien modela todas sus capacidades y energías, y las convierte en fuerza apostólica. El Espíritu impulsa a Claret a que viva para evangelizar: y evangelizar es amar, arder en caridad, orar, trabajar y sufrir por el prójimo, por la Iglesia, por Cristo y por el Evangelio.
El P. Josep Maria Abella, Superior General de los Misioneros Claretianos, invitaba a los mismos en una Carta Circular, escrita con motivo de este Bicentenario, “al recuerdo y al compromiso”. En primer lugar, recordar, re-pasar por el corazón el testimonio de una vida que fue un don para la Iglesia y para el mundo. San Antonio María Claret vivió al servicio del Evangelio y por eso el efecto de su acción le sobrepasa; es de ayer pero sigue siendo actual.
Haciendo memoria encontramos que Claret fue un hombre de Iglesia pero no un funcionario eclesiástico; tuvo una personalidad fuerte pero no arrolló a nadie; fue sensible al mundo en que le tocó vivir pero mantuvo una relación crítica con él; fue un hombre limitado pero también convencido de que algo podía hacer; vivió un tiempo difícil pero supo iluminarlo desde su fe; topó con retos arduos, algunos le pudieron y le provocaron serias crisis, pero no perdió el norte; trabajó sin parar pero supo combinar su actividad con una vida espiritual profunda; tuvo los mismos sentimientos que cualquier otro hombre pero siempre confíó en los sencillos principios inculcados y en el valor de la práctica de las virtudes; la tentación estuvo tan presente en su vida como en la de todos pero supo oponerle reciedumbre, coherencia y gracia. Un hombre así es de una época pero su espíritu tiene fuerza para inspirar a hombres y mujeres en todo tiempo.
Todo recuerdo lleva aparejada una llamada de atención, cuya fuerza evocadora compromete. Recordar hoy a este fundador supone comprometerse a continuar luchando y trabajando, como Jesucristo, a favor de la vida, ser fieles y coherentes, dejarse tocar por la fuerza profética de la Palabra divina, vivir siempre y sólo de la fe, afrontar los retos evangelizadores con creatividad, ser y hacer comunidad e Iglesia evangelizadas y evangelizadoras.






